martes, 26 de agosto de 2008

La ciudad

(A mi hermana, que hoy cumple años)

Llegó el momento de echar el cierre. Este blog tenía el propósito de mantenerse activo durante tres meses y dar cuenta de una ciudad. Al menos, la primera expectativa la ha cumplido. En los últimos días me venció la pereza, y todos los intentos por rematar esta bitácora quedaron en un borrador. Así es el oficio: uno no siempre está en su mejor momento.

¿Qué debo añadir? Nueva York es una ciudad fascinante. Sin duda, cumple el sueño de colocar todo el mundo en un mismo lugar: no creo que haya rincón en el mundo, en su vasta y socialdemócrata concepción, que no esté representado. Tal vez ya no sea la ciudad de nuestro tiempo, o que pronto deje de serlo. Qué más da. Su irreverencia siempre se impondrá ante tales presunciones. Es una ciudad que siempre está en crisis, y ahí la tienen todavía, al pie del cañón. Su melting pot es irritante, su tráfico una amenaza diaria, sus transportes un desastre y sus gentes de lo más arrogante. Pero de alguna forma funciona. Creo que John Steinbeck la definió mejor que nadie: "Es una ciudad fea y sucia. Su clima es un escándalo. Sus políticos suelen asustar a los niños. Su tráfico es una locura. Su competencia es asesina. Eso sí: una vez que has vivido en Nueva York y ha sido tu casa, ningún otro lugar será suficiente". La conclusión es inapelable: no estamos hablando de una ciudad más. Hablamos, simplemente, de la ciudad.

Post Scriptum. "Eso sí que es una ciudad". Enrique Gómez León. Escritor.

viernes, 22 de agosto de 2008

La noche que todo el mundo conocía


El 16 de diciembre de 1960, dos aviones colisionaron en el cielo de la ciudad de Nueva York. Uno de los aparatos se estrelló en Staten Island y el otro en Brooklyn. 134 personas murieron en el accidente: los 128 pasajeros más seis transeúntes que se llevó por delante el avión que cayó en Brooklyn. En el momento inicial del impacto, sobrevivió uno de los pasajeros: un niño de 11 años que salió despedido del aeroplano y dio a parar contra un banco de nieve. Era invierno y toda la ciudad estaba nevada.

Barbara Stull era una enfermera de 22 años que se encontraba en ese momento trabajando en el Hospital Metodista de Brooklyn, a 13 bloques al sur del accidente. También fue ella la persona que cuidó del único superviviente, Stephen Baltz, mientras los doctores no daban ni un duro por su vida. Después de inspeccionar al superviviente, los diferentes especialistas abandonaron poco a poco la habitación. Alrededor de las 12.30 de la noche, sólo quedaban Stull y dos enfermeras de prácticas velando por el niño. A medida que avanzaba la madrugada, Baltz empezaba a reaccionar y balbuceaba cosas como "dónde estoy" o "quiero una tele". Luego se dormía y volvía a despertar. Y así varias veces durante toda la noche. Stull era la única enfermera que seguía despierta; mantenía la esperanzada de que ese niño sobreviviría.

Por la mañana temprano regresaron los doctores, y la habitación se llenó de una muchedumbre de expertos, administrativos y estudiantes de medicina. Sobre las 7 ó así Stull fue relevada y se marchó tranquila a casa. Era un día soleado. Todo iba a salir bien.

A las 10 de la mañana Stephen Baltz fallecía. Stull se enteraría más tarde por la radio, al poco de levantarse. Nadie del hospital se dignó llamarla para comunicarle la muerte de la joven víctima. Stull no se explicaba ese desenlace: ni la muerte del niño ni la poca delicadeza del hospital al no anunciarle el fallecimiento de la persona que había estado cuidando toda la noche.

Cuarenta años después halló la respuesta: el 16 de diciembre de 2000, un grupo de personas se reunió en la zona del siniestro, entre Sterling Place y la Séptima Avenida de Brooklyn, para rememorar ese día fatídico (una de las mayores tragedias aéreas en territorio norteamericano). Stull ya no era Stull, sino la Sra. Lewnes, y estaba jubilada. Los organizadores del acto la invitaron a hablar sobre lo sucedido. La Sra. Lewnes recordó aquella noche como la más larga del año. Tal vez de su vida. Iba narrando toda la emoción y esperanza que sentía por la vida de ese joven muchacho. Luego habló la que fuera la supervisora de las enfermeras en aquella época, la Sra. Bonner. La enfermera recordó algo que todo el mundo sabía aquella noche: "El joven Stephen estaba gravemente quemado para vivir".

En efecto, todo el mundo lo sabía. Salvo la enfermera Stull y un muchacho de 11 años que se despertaba varias veces por la noche para pedir una tele.


jueves, 21 de agosto de 2008

Itinerarios

No falla: lo primero que uno hace cuando llega a esta ciudad es pasear por la Quinta Avenida. Algo así como darse una vuelta por las Ramblas de Barcelona o por la Gran Vía de Madrid, salvando las distancias (y no sólo va un océano). Cuando me preguntan qué recomiendo visitar, empiezo por lo último que yo haría, que, al igual que todo el mundo, fue lo primero que hice: la Quinta Avenida, Times Square, Rockefeller Center, etc. Aconsejo empezar por el sur de Manhattan, que es donde se fundó la ciudad. Luego recomiendo darse un paseo por lo que queda de Little Italy, lo mucho que tiene por delante Chinatown, Canal Street, Soho, Nolita... Es decir, los antiguos "Five Points", el lugar donde se larvó el crimen y la delincuencia, los salones de juego y baile, la bebida, las mujeres y las peleas. Qué vicio.

El Village es probablemente la parte más hermosa de la ciudad, por sus restaurantes, casitas residenciales, pequeños teatros, actores, artistas y bohemios que protestan contra las injusticias del mundo pagando más de 2 000 dólares de alquiler. También hay muchas librerías de viejo y el fin de semana algunas de sus calles están ocupadas por mercadillos ambulantes. En el este del Village hay muchos bares donde se cocina la mejor música rock del momento. Siempre fue así: desde los ´60, cuando un desconocido Bob Dylan hacía sus apariciones en el Café Wha?, hasta la música indie de la actualidad. Muchos sospecharán razonablemente que habrá muchos gafapastas y artistas plásticos ocupando esos bares y calles. Y así es. Pero que nadie se asuste: el Village no es el barrio de Gracia de Barcelona. Aquí todavía guardan el respeto por las normas más elementales de convivencia. Al fin y al cabo, fue uno de los primeros lugares donde llegó la civilización democrática. Ah, y no olvidar el meatpacking district: fabuloso el imaginario de un matadero con modelos paseando alrededor.

Chelsea es mi barrio y podría hablar con demasiados prejuicios. Simplemente recordar que en el número 347 de la calle 19 vivió este bloguero. Y que en la esquina de esa calle con la Octava Avenida habita un señor en el Starbucks. Desde que empieza la tarde hasta que cierra el local, ese señor se mantiene casi inmóvil, con el mismo vaso y sentado en la misma silla. De vez en cuando se levanta, sale fuera, coge aire y otra vez para adentro. Y en la misma silla. No hace nada más que contemplar la calle. No me pregunten más: tampoco habla. Presumo que ese señor tiene una homosexualidad reprimida. No se trata de intuiciones freudianas (Dios me libre). La presunción se basa en la única contemplación posible desde ese Starbucks: parejas de gais paseando perros minúsculos.

No pretendo hacerle la competencia a la Lonely Planet, así que el viaje acabará aquí. Simplemente unas pequeñas pinceladas más: en Williamsburg (parada Bedford Av.) todavía sobrevive una pequeña comuna de jipis, con perroflautas y algunos gafapastas alternativillos. Vale la pena acercarse como quien visita un zoológico: son muy entrañables, predomina el buen rollito y no muerden. Por supuesto, pecan del mismo vicio que todos los de su especie: se creen superiores porque visten de lo más hortera, leen libros de Bukowski y no de Paulo Coelho y en lugar de perforarse el oído con música house lo hacen con la electrónica y los berridos de cualquier otro grupo de indie-rock que sabe gritar más fuerte que su vecino. Son artistas modernos. No intenten entenderlos. Por eso siempre me llevo bien con ellos.

Ahora vayan a descansar a Central Park, devoren un perrito caliente mientras contemplan un partido de béisbol en una de las canchas del parque. Ya son auténticamente neoyorquinos. Y descuiden todo lo demás.

lunes, 18 de agosto de 2008

Héroe a su pesar

En unas condiciones de salud precarias, dos años sin poder comunicarse con nadie, encandenado como un perro y servil a cualquier enfermadad selvática, el ex congresista colombiano Luis Pérez Eladio vivió un calvario de 6 años, 7 meses y 18 días en la prisión de las FARC. Después de su liberación el 27 de febrero de este año, el antiguo político, ahora exiliado en Miami por las frecuentes amenazas del grupo terrorista, publica el libro “7 años secuestrado por las FARC”. Está editado por Aguilar/Santillana, y disponible en las librerías de Estados Unidos desde el 11 de agosto. Eladio Pérez relató al periodista Darío Arizmendi, del programa “Hoy por Hoy” de Colombia, todos los detalles de su cautiverio, las duras condiciones de vida de los secuestrados, su relación con Ingrid Betancourt, sus captores, la apatía de la sociedad y la desidia del estado colombiano.
El 10 de junio de 2001, el ex senador por el departamento de Nariño se encontraba en el corregimiento de La Victoria (Ipiales, Nariño, al sudoeste de Colombia), cuando unos “guerrilleros” de las FARC lo “retuvieron”, según el lenguaje orwelliano al uso del grupo terrorista. “Creía tener 'buenas relaciones' con las FARC en el sentido de que cualquier persona que hace carrera política en Colombia no tiene más remedio que convivir con ese fenómeno”, comenta Eladio Pérez en una entrevista concedida a EL DIARIO/ LA PRENSA.
Las FARC, que se formaron en 1964, están consideradas una organización terrorista por la Unión Europea y EE UU. Eladio Pérez tenía una concepción más comprensiva con el grupo armado antes de su secuestro: “Tenía una visión altruista de un movimiento guerrillero que luchaba por el poder en Colombia para ejercitar unos cambios estructurales en la sociedad”. Después del secuestro, “me di cuenta de que es una organización dedicada hoy a fines eminentemente terroristas y vinculada de forma directa al narcotráfico”. Para el ex senador, sus prácticas de extorsión y secuestro le hizo perder a las FARC su rumbo político, hasta conseguir el rechazo unánime de la sociedad colombiana. “El sólo hecho de mantener a unas personas secuestradas es terrorismo; son actos de intimadación a la población civil”, apostilla Pérez.
Durante todo el tiempo que duró su cautiverio, el ex político tuvo en su haber una radio que le tenía informado del resto del mundo. A través de la radio recibía mensajes de su familia, gracias al programa “Las Voces del secuestro”. “La radio fue el cordón umbilical para mantener la fe y esperanza por salir en libertad un día”, añade. En los dos primeros años de secuestro, Eladio Pérez estaba solo con sus captores, sin poder comunicarse con nadie. Los terroristas tenían órdenes de no hablar con el secuestrado. “¡Hablaba con los árboles!”, narra en su libro. “Muchas veces perdí la esperanza. Uno se instala en una cultura de muerte, no de vida”, afirma el ex senador. “Más de una vez pensé quitarme la vida”.
Hubo momentos muy duros, especialmente por la precaria situación económica en la que quedó su familia. Eladio Pérez denuncia la indiferencia de la sociedad colombiana y el estado por su falta de apoyo a las familias de los secuestrados. “Nos secuestró también el olvido de la sociedad colombiana”, enfatiza el ex político.
El 4 de febrero de este año, muchos ciudadanos se manifestaban en las principales capitales del mundo en contra del terrorismo de las FARC. “La presión de la comunidad internacional fue lo que despertó la conciencia de los colombianos”, valora Pérez. “Por primera vez, nuestros compatriotas marchaban en contra de los actos violentos y la presencia de las FARC. Y se acordaron de que estábamos unos colombianos pudriéndonos en la selva”. Tuvo que pasar siete años.
“¿Cuantas muertes se podrían haber evitado si hubiera habido un mínimo de solidaridad por parte de la sociedad colombiana para tomar una determinación?”, se pregunta el ex senador. “¿Cómo una sociedad puede seguir tranquila cuando hay 4 000 secuestrados? ¿No es una vergüenza? La sociedad colombiana está enferma, anestesiada por una cultura de la violencia”.
El Estado colombiano también ha mostrado una grave irresponsabilidad al no dar protección a todos sus ciudadanos. La prueba más flagrante fue el secuestro de Ingrid Betancourt, con la que Eladio Pérez compartió cuatro años de su secuestro. O el propio caso del ex senador. A los pocos meses de ser liberado, y tras la “Operación Jaque” del pasado 2 de julio, que acabó con el rescate de Betancourt y otros secuestrados por el ejército colombiano, este ex senador tuvo que abandonar su país por las continuas amenazas de las FARC.
“Pensaron que yo había suministrado información al Gobierno de Uribe. Pero no es cierto. Nunca me pidieron esa información”, aclara Pérez. La falta de garantías de seguridad le obligaron al exilio a Miami, donde reside ahora con su familia.
Después de casi siete años de secuestro su forma de concebir la vida ha cambiado por completo. Ahora Eladio Pérez asegura valorar cosas que antes no eran prioritarias, como su familia, que sufrió mucho y nunca dejó de darle aliento. Es prudente: “Por encima de ciudadano, soy ahora un hombre familia”. Y por cautela prefiere seguir la lucha desde la distancia. Se considera un mártir, no un héroe. Sin embargo, el ímpetu por dar testimonio de su calvario y por denunciar la lacra de la violencia en su país lo han convertido, quiera o no, en un héroe. A su pesar.

(Publicado en El Diario/La Prensa el domingo 17 de agosto)

domingo, 17 de agosto de 2008

El acontecimiento

Este ha sido un verano muy aburrido para el periodismo local, cuenta el NYT. A dos semanas del Labor Day, cuando el verano acaba oficialmente en este país, no ha habido ningún acontecimiento destacable en la ciudad: la tasa de criminalidad sigue tan baja que la policía convoca ruedas de prensa para informar de algunos robos de coches en Brooklyn; el absurdamente temido calentamiento global ha concedido una tregua a Nueva York y ha habido temperaturas tolerables; ningún avión se ha estrellado en medio de la calle (y esto no va por el 11-S); tampoco ha habido brotes racistas... Nada de nada. No quiero ser gafe, y por dos semanas que quedan y que me quedan, prefiero que las aguas sigan tranquilas. Este viernes pasado hubo una amenaza de tornado en Manhattan. Y tampoco. Se quedó en eso: un susto para mantenernos a todos los periodistas inquietos (en la redacción los fotógrafos se apelotonaban en la ventana, esperando ese momento). Vaya, que en resumen, este verano será recordado como el verano en el que el Times daba la noticia de que no había noticia. Es decir, que no había acontecimiento. Un notición, la verdad, porque por fin hay un verano donde la alquimia constructivista del periodismo sucumbe a la realidad. Sin embargo, hay que mantenerse alerta: esa noticia no hace más que revelar el insofocable ímpetu teológico del periodismo, el making sense del que hablaba la BBC. Y muestra algo más, sin duda, la cara más descarnada y absurda de este oficio: no hay sentido, sólo pedazos de realidad sin conexión alguna. Así es la vida. Se acabó la ficción. Se acabó la broma. Así que volvamos al trabajo, hay cosas que hacer. Y que pase rápido el verano, antes de que alguien se arrepienta.

Menudo acontecimiento.

Post Scriptum. El post de ayer ha sufrido algunas modificaciones. No hay excusas que valgan.

viernes, 15 de agosto de 2008

La semana trágica de Nueva York

En julio de 1863 tuvo lugar uno de los acontecimientos más trágicos de la ciudad. Meses antes, el Congreso había aprobado el Acta de Reclutamiento que exigía, entre otras cosas, el incorporamiento inmediato de los mayores de veinte años a las tropas de la Unión. Pongámonos en contexto: la guerra civil americana había estallado en 1861, y el ejército del norte, que combatía por mantener la unidad del país, necesitaba reclutas para hacer frente al ejército de la confederación. Nueva York era entonces una barriada de delincuentes y pandillas sin una noción clara de la ley. Así lo documentaba Herbert Asbury en 1928 en su The Gangs of New York. De la siguiente forma lo resumía Borges en su Historia universal de la infamia:

La historia de las bandas de Nueva York (...) tiene la confusión y la crueldad de las cosmogonías bárbaras y mucho de su ineptitud gigantesca: sótanos de antiguas cervecerías habilitadas para conventillos de negros, una raquítica Nueva York de tres pisos, bandas de forajidos como los Ángeles del Pantano (Swamp Angels) que merodeaban entre laberintos de cloacas, bandas de forajidos como los Daybreak Boys (Muchachos del Alba) que reclutaban asesinos precoces de diez y once años, gigantes solitarios y descarados como los Galerudos Fieros (Plug Uglies) que procuraban la inverosímil risa del prójimo con un firme sombrero de copa lleno de lana y los vastos faldones de la camisa ondeados por el viento del arrabal, pero con un garrote en la diestra y un pistolón profundo; bandas de forajidos como los Conejos Muertos (Dead Rabbits) que entraban en batalla bajo la enseña de un conejo muerto en un palo; hombres como Johnny Dolan el Dandy, famoso por el rulo aceitado sobre la frente, por los bastones con cabeza de mono y por el fino aparatito de cobre que solía calzarse en el pulgar para vaciar los ojos del adversario; hombres como Kit Burns, capaz de decapitar de un solo mordisco una rata viva; hombres como Blind Danny Lyons, muchacho rubio de ojos muertos inmensos, rufián de tres rameras que circulaban con orgullo por él; filas de casas de farol colorado como las dirigidas por siete hermanas de New England, que destinaban las ganancias de Nochebuena a la caridad; reñideros de ratas famélicas y de perros, casas de juego chinas, mujeres como la repetida viuda Red Norah, amada y ostentada por todos los varones que dirigieron la banda de los Gophers; mujeres como Lizzie the Dove, que se enlutó cuando lo ejecutaron a Danny Lyons y murió degollada por Gentle Maggie, que le discutió la antigua pasión del hombre muerto y ciego; motines como el de una semana salvaje de 1863, que incendiaron cien edificios y por poco se adueñan de la ciudad.

Esa semana salvaje a la que hace alusión Borges fue la respuesta de los "elementos más viles de la ciudad", según lo describió el New York Times de la época, al Acta de Reclutamiento. Para The World, el diario fundado por Pulitzer, esos alborotadores representaban a los trabajadores. Este periódico no tardó en adoptar el punto de vista del Times, que era el único posible, cuando en cuestión de horas esos trabajadores prendieron fuego a media ciudad y aplastaron a la policía y a los regimientos del ejército que la protegían. Sin duda, esa muchedumbre incendiaria estaba dirigida por los personajes más criminales, que consiguieron movilizar una masa de más de 10 000 pandilleros. Muchos de estos enarbolaban banderas que rezaban "No al reclutamiento" y "Somos América", y amenazaban con no detenerse hasta que el Acta fuera derogada. La ciudad entonces estaba casi desprotegida, pues la mayoría de soldados que la custodiaban había tenido que zarpar días antes de los alborotos para fortalecer el frente. No fue hasta una semana más tarde, cuando aparecieron los cuatro regimientos del ejército que había enviado el ministerio de defensa, que se pudo poner fin a esa semana trágica. El Congreso eximió a la ciudad de Nueva York de la aplicación del acta, sin embargo, los pandilleros siguieron incendiando todo lo que le dejaban hasta que el ejército pudo controlar la ciudad al completo.

Esa semana se saldó con un éxodo de miles de personas que no regresaron hasta pasado varios meses, cientos de muertos (la mayoría pandilleros), dieciocho negros asesinados (los alborotadores eran incluso más antiabolicionistas que sus vecinos sureños; negro que veían, negro que colgaban), cientos de edificios incendiados, un cuerpo de policía descompuesto y una ciudad deshecha. Finalmente, por complicidades políticas, de los miles de detenidos por el ejército y la policía, sólo se condenaron a veinte personas.

Nueva York siguió a merced de todos esos delincuentes hasta principios del siglo XX. Asbury apela al trasfondo socieconómico de muchos de esos pandilleros y gángster para explicar el mundo del hampa y la delincuencia. Sin embargo, también cita a un inspector de policía de aquella época que dio con la solución: "Hay más ley al final de la porra de un policía que en todo un Tribunal Supremo". En 1914, John Purroy Mitchel se hizo con la alcaldía de la ciudad y llevó a cabo una política de seguridad de "tolerancia cero". Sin piedad, pues: en cuestión de meses, más de trescientos gángsters, incluidos los principales capos del hampa, fueron a parar a la cárcel. No se endureció la ley. Simplemente, se hizo cumplir. Se acabaron también las complicidades políticas, que habían jugado un papel importante para mantener impunes a muchos de los criminales, ya fueran célebres o simples granujas que se divertían prendiendo fuego a una casa o troceando un negro. Nueva York empezaba a parecer una ciudad civilizada. Aunque por poco tiempo.

jueves, 14 de agosto de 2008

Aroma latino

La Marqueta la cerraron hace unos años, me explicó una mujer muy simpática que pasaba por allí. Bueno, en verdad era yo quien pasaba por allí, porque yo, y no ella, era el forastero. Me preguntó en spanglish - ese híbrido lingüístico a veces incomprensible - de dónde era. "¿Ah sí? Pues hasta hace poco había un padre de Barcelona predicando en mi parroquia". Sonreí y respiré aliviado: un padre y encima de Barcelona. Luego ella siguió su camino. Yo me quedé un rato embobado. La Marqueta llevaba años cerrada y yo había venido expresamente para verla. Estaba en el East Harlem, más conocido por sus lugareños como "El Barrio" o el Harlem Español. Era una mañana de domingo, y me apetecía pasear por esa zona tan entrañable: gente sentada en las aceras, con sus sillas y mesas invadiendo la calle; coches pasando a toda leche con la música a todo volumen; salsa; restaurantes caribeños y mexicanos, etc. En la calle 116 con la Avenida Lexington habían abierto una de esas ferias que me recordaban a las de mi antiguo barrio de Tarragona. Recordarán bien: la rana, una noria, los autos de choque... Nadie de los que después nos desfogamos de adolescentes en Port Aventura nos atreveríamos a subir en esos aparatos roídos por tiempo.

De vez en cuando veía algunos turistas con sus guías en la mano, para sorpresa y hazme reír de los vecinos de El Barrio. Sin duda, para muchos turistas y neoyorquinos el East Harlem es un lugar exótico. Los puertorriqueños que llegaron en la década de los ´50 construyeron su particular Puerto Rico. Más tarde llegaron los dominicanos. Ya estaba casi el Caribe al completo, cuando llegaron los mexicanos. El Barrio, entonces, ganó en exotismo, al parecer de sus conciudadanos. Todavía no entiendo tanta rivalidad entre bandas, quiero decir, entre paisanos: los puertorriqueños se agarran un mosqueo si se les confunde con los dominicanos (y viceversa); y con los mexicanos... bueno, ni tocarse. Esto en la teoría. En la práctica están todos bien mezclados, como ocurre en las mejores familias. Menuda lección de realismo para los más obtusos multiculturalistas. No por una presunta identidad panhispánica, que no existe, por mucho que El Diario y demás medio(cre)s se esfuercen en crearla y sacar réditos de ella. Se trata del peor sensacionalismo, qué duda cabe, esto de las identidades y demás artificios de la tribu en esta época contemporánea.

Unas calles más abajo se encuentra el Upper East Side, la zona más adinerada de Nueva York. Se acabó lo exótico: lujo, coches caros, museos, grandes restaurantes, joyas, etc. Se acabó la comunidad y llegó el individuo. La pobreza y el dinero. Y luego le achacan al individualismo todas las miserias de nuestras sociedades. Sólo hay que bajar de El Barrio al Upper East Side. Un tránsito de la comunidad al individuo. Menuda lección.